domingo, 23 de enero de 2022

Cuento: "Calurosa noche de carnaval" - Octavio Fiorelli

Reynaldo Reyes salió de la cantina del Club Racing y comenzó su periplo por los mostradores de los clubes Jora Payró; Apolo; Comunicaciones, recalando finalmente en el Belgrano. Tenía la idea de invitar una cerveza a los presentes en cada cantina porque esa noche, esa noche algo maravilloso iba a suceder, aunque de tanto tomar y brindar se le había extraviado el motivo de su festejo, la causa fabulosa de su alegría que se transformaba en cada copa y desdibujaba su sonrisa.

En esa noche especialmente calurosa, las cotorritas y los cascarudos rodeaban copiosamente como una nebulosa estelar las luminarias de las esquinas, formando a lo largo de las cuadras espesos bloques de luz multiformes que provocaban en los transeúntes un malestar y una danza alocada para zafar de los insectos molestos. El aire estaba enrarecido, pesado, y se presentía en el canto de las ranas el aguacero que, aún, no se vislumbraba en el horizonte.

Los parroquianos acodados en los mostradores apagaban el fuego de la sed con largos tragos de fernet con cola o Gancia bien helado. Los ventiladores de techo escupían bocanadas de aire caliente enviciado por el humo de los cigarrillos. Las puertas abiertas de par en par eran inútiles artilugios para refrescar los salones de juego, y la televisión marcaba en la pantalla, con letras blancas en un fondo rojo, la sensación térmica: 45 grados.

Reyes se movilizaba en una bicicleta destartalada, una Musetta barata comprada en la bicicletería del barrio. Transitaba las calles sin mirar si algún auto pasaba por las esquinas o algún peatón apuraba el paso para cruzar. Iba ensimismado, barruntando la loca idea de que en esa noche su sueño más preciado se haga realidad. Fue así que no bien traspuso la puerta del club Jota Payró, le gritó al gordo Flores que sirviera cerveza para todos los presentes y un vaso lleno de Cinzano con hielo para él. La muchachada aplaudió el gesto y continuó con sus quehaceres: los naipes y la timba.

Reyes se paro firme frente a la barra y de un saque hizo fondo blanco. Flores preparó otro vaso y se lo acercó, a lo cual Reynaldo repitió el gesto y ni bien apoyó el vaso, con una ademán de la mano paró la botella del cantinero. Tomo cien pesos del bolsillo y pagó lo que debía más el resto para la cuenta. Flores se asombró de la amabilidad de Reyes pero no preguntó nada. Tomó el billete y anotó cuarenta pesos a la cuenta en el cuaderno.

Como un pre anuncio, las cortinas de tiras en las puertas se agitaron lentamente. Una suave brisa las hizo bailar aunque la pequeña correntada cesó inmediatamente.

La noche avanzaba a cada minuto y Reyes sin decir adiós tomó su Musetta y pedaleó hacia el Apolo en contramano por la calle 39. Pedaleaba con  entusiasmo sin mirar los autos estacionados, jugando a pasar raudamente a dos centímetros de los picaportes.

La calle se hacía extensa y las cuadras parecían de un kilómetro cada una, pero Reynaldo seguía animosamente pedaleando, tarareando una canción cuya letra no recordaba bien.

Desde la esquina se escuchaban los bochazos provenientes del Club Apolo. La vereda estaba atestada de bicicletas apiladas contra la pared del edificio. Reyes paró en seco su Musetta, y apoyado en su pedalín sobre el cordón de la vereda la abandonó erguida frente a la puerta del club. Traspasando la entrada gritó al cantinero sin mirar quien estaba en el salón e invitó una vuelta a todos los muchachos. Desde la cancha de bochas saludaron la iniciativa y por un minuto se dejó de escuchar el ruido de las tablas golpeadas con fuerza por las esferas lisas y rayadas.

Diez pasos dio hasta el mostrador y sacó un billete de cien de su bolsillo, repitiendo la invitación y un vaso lleno de Gancia para él.

Apoltronándose en la barra tomó su bebida y girando sobre sus talones quedó frente a todos los presentes en la sala. Saludó y en un movimiento ligero se engulló el Gancia, secándose la boca con la manga de la camisa. Sin compañía, colocó el vaso en el mostrador y enfiló hacia la puerta dejando un jolgorio a sus espaldas. Antes de subirse a su rocinante metalizado miró al cielo y agradeció la dicha de esa noche especial.

A cinco cuadras se encuentra la sede del Club Comunicaciones. Reynaldo las transitó como un bólido, ansioso por probar un choripán de los que la Elsa preparaba para las noches de carnaval. Tornó la esquina y el humo de la parrilla se esparcía por toda la cuadra, con ese olor irremplazable de la grasa cayendo sobre las brasas y el sonido inconfundible del crepitar de las llamas devorándose el carbón.

No esperó a bajarse de la bicicleta. Parado al lado del parrillero arrimó un papel de diez pesos y tomó el choripán con las dos manos, como un manjar delicioso, y lo olió profundamente. Recibió el vuelto y comenzó a comer.

Del interior del Comunicaciones se escuchaban los retumbos de los tambores que se calentaban para la pasada del corso. Dos o tres mascaritas tomaban unas cervezas tirados en las veredas de enfrente y varias chicas entraban al salón del club con atuendos multicolores y galeras.

Ni bien terminó con el último bocado tomó envión y encaró para e club Belgrano, penúltima parada de esa noche tan especial que Reynaldo tenía planeado vivir. A fuerza de empujar con su propio cuerpo cada pedaleada, la Musetta avanzaba zigzagueante por la calle a contramano; de cordón a cordón iba superando Reyes las pocas cuadras que restaban para llegar al club. Cerca de la esquina de la calle 30 un vehículo dobló con sus luces altas prendidas, cegando los ojos de Reynaldo quien atinó a tapárselos y dio directo con el cordón de la vereda. En un segundo se encontró tendido entre los yuyos del cantero de una casa y la vereda escasamente iluminada. La bicicleta se partió al medio y el coche no paró. El silencio se adueñó de la cuadra nuevamente.

Fijó la vista en la noche estrellada, esos puntitos titilantes se le desdoblaban y movían pendularmente. Hurgó en el cielo nocturno sin mover su cuerpo yacente y encontró la luna detrás de una rama del árbol. Era una banana acostada que se repetía y prolongaba como una sonrisa. De repente el silencio se cortó por los tambores.

Desfilaron por las calles los zurdos y los repiques, los bombos y las campanillas, los estandartes de la comparsa y un sinnúmero de bailarines con sus trajes de lentejuelas y tafeta. La luna se transformó en una sonrisa roja que lo miraba desde lo alto, balbuceando palabras que no podía comprender. Reyes movió su mano com apartando esa visión y tomó fuerzas para levantase del piso.

El bullicio continuaba su pasada: una carroza con cañas y latas se bamboleaba entre el ramaje y los cables de la calle; una bandada de mascaritas harapientas gritaban obscenidades al aire y el perfume de la ruda macho inundaba las aceras y los zaguanes; un indio lanzallamas sudaba querosene mientras vomitaba fuego por su boca; los murguistas avanzaban practicando los saltos y los pitos cortaban el ruido de los bombos y platillos.

Una leve brisa comenzó a levantar las hojas cortadas por los carromatos y las estrellas se ocultaron bajo un manto gris que cerraba el cielo. Sintió que unos brazos lo tomaban por la espalda y de un envión lo pusieron de pie. Tres arlequines le preguntaban si estaba bien a lo cual Reynaldo asintió moviendo la cabeza. El viento empezó a soplar y el desfile de pasistas apuró su marcha. En el centro de ese círculo de rombos una sonrisa roja lo encandilaba: una colombina despeinada por el viento le dirigía unas palabras. Mirando bien esos labios, Reynaldo comprendió que su sueño comenzaba a hacerse realidad mientras las primeras gotas del chaparrón pegaban en su rostro iluminado.

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